
Salgo del mundo de los amaneceres entre montañas, de los gatos perezosos, de los pájaros glotones, de los niños dormidos y el café recién hecho y me sumerjo a través de un túnel largo y sombrío en una ciudad ruidosa que peca de pija pero que tiene el culo sucío.
Barcelona ya no es la que era.
Corren los ciclistas con la cándida emoción del que hace algo bueno mientras confunde las señales con dibujitos y los códigos con novelas caballerescas.
Juegan los adolescentes a esconderse tras flequillos y mochilas gigantescas.
Yo que la amé con locura y ahora la veo convertida en algo rarito, sin su chulería barcelonesca, sin su poderío vecinal.
Barcelona me asusta.
Cuando llego me come la paciencia y me convierte en silencios y aturdimiento.
Pero ahí está. En algún lugar secreto está.
¿Dónde? ¿Dónde?
Ojalá alguien encontrase los caminos perdidos de la memoria y Barcelona despertase de este caustico sueño y se levantase orgullosa y se proclamase, de nuevo, dueña y señora del Universo.
Ojalá.
Por ahora, sólo da miedo.
Y soledad.